Cuenta Santi Mallorquí que cuando entró en el negocio textil que es hoy Organic Cotton Colours no tenía “ni idea”. Fue hace 10 años. Percibía que el mundo estaba viviendo un momento de cambio para producir de forma más responsable. Su modelo de venta de algodón orgánico le ha hecho facturar 450.000 euros en 2019 con beneficios y tiene como meta alcanzar los tres millones en cinco años. “Nunca llegaremos a todo el mercado, no es la intención. Nuestro espacio es ser alguien dentro de la moda sostenible”.

Dentro del sector, el proyecto que reorientó Mallorquí, que ha desarrollado la certificación OCC Guarantee, se ha ganado el respeto de marcas y diseñadores. “Me adentré en el mundo bio en Núremberg en 2008. Allí el mundo de lo ecológico no era algo menor, tenía una estructura sólida. Una vez tomas el camino de vivir de forma responsable no hay marcha atrás”, narra el catalán, que viene de una familia de pequeños emprendedores que nada tenía que ver con la manufactura. Organic Cotton Colours hace tejido con algodón orgánico y conserva sus colores naturales (el algodón no es blanco), sin tintes químicos. Su hilo es crudo, verde y marrón. Sus ejes de negocio son la venta de artículos manufacturados a terceros, directamente con su marca, y la venta de tejidos. También tienen muebles para tiendas (hechos con sus fibras) y papel.

Ellos se hacen cargo de toda la cadena de producción; no tienen intermediarios, “lo que ayuda a controlar los márgenes y la calidad del producto”, asegura Mallorquí. Su algodón viene de Brasil (pagan a 2,60 euros el kilo) y de Turquía, destino que tuvieron que añadir a la lista de proveedores para abaratar costes. Se comprometen con comprar toda la producción a los agricultores y a veces puede variar, según la climatología, un 40%. En el país latinoamericano, la empresa que gestiona a los agricultores emplea a 250 labriegos (150 familias) dueños de su tierra que les proveen de algodón orgánico. Solo riegan con agua de lluvia, son cultivos biodinámicos que comparten espacio con maíz, sésamo, palmera y frijoles. “Es más caro porque cultivan de forma más responsable. Pero el impacto social es increíble; y la calidad es mayor”. Según el empresario, “Turquía nos sacó de un fracaso anunciado porque Brasil no sería sostenible”.

Mallorquí explica que “hay cola de agricultores para formar parte del proyecto, pero tenemos que asegurarles que podemos comprarles todo el algodón, si no les damos estabilidad, no tiene sentido”. Uno de los riesgos de su negocio, y lo que en más de una ocasión les ha hecho perder dinero o no llegar a objetivos, es que se eche a perder una cosecha, “o que algún cliente reduzca la producción, como ha pasado este año”, añade el emprendedor.

Tienen 5.000 clientes profesionales, que son marcas pequeñas y start-ups; por ejemplo, la ropa de bebé Cleoveo, la marca de juguetes de madera Xoguete, la firma de lencería Owl y la marca de ropa Natguru, entre otras muchas.

Lo que más margen les deja son las camisetas que venden por la web a 35 euros; después la venta de tejidos a diseñadores. “Lo menos interesante”, cuentan, es ofrecer el hilo a las empresas; deja menos margen. “Pero es una vía de escape para que no nos salga la producción por las orejas”. Perder la cosecha o un pedido es uno de los principales riesgos del negocio. “Pagar el algodón a un año y medio de poderlo vender no es habitual en la industria, pero es nuestra forma de entender la empresa, aunque haya supuesto una inversión fuera de las posibilidades de muchas start-ups”.

En Cataluña y en Portugal transforman el tejido en hilaturas propias. Entre otros, muselinas, tricot y rizo. La compañía emplea a cuatro personas en Cataluña, una en Portugal y otra en Brasil. Además, trabajan con dos autónomos para la comunicación, redes sociales e informática. Sus colecciones son atemporales y no tienen descuentos ni rebajas. Tampoco tiendas, y su equipo es muy reducido. En suma, dice Mallorquí, el emprendimiento ha sido “un viaje incierto y lento hacia la rentabilidad del que no puedo estar más contento”.

El País