Un par de gallinas picotean en medio del pasto del prado que alguna vez precedió la arquitectura neoclásica del Palacio de Gobierno de Haití, que se levantaba con sus columnas y cúpulas blancas al fondo. El 12 de enero de 2010, faltando unos minutos para las cinco de la tarde, un sismo de 7.3 grados sacudió la tierra y las cúpulas se desfondaron, al mismo tiempo que cientos de miles de casas y edificios de esta ciudad capital, Leogane, Jacmel y otras localidades.

Después de 35 segundos eternos, cuando cesó el estruendo y se disipó la polvareda, de las calles deshechas emergió un drama que a la fecha no se ha descrito en toda su magnitud.

A 10 años de esa catástrofe infernal, en la que murieron 316.000 personas (cifras oficiales), el espacio que ocupaba la sede del gobierno haitiano sigue vacío, con una solitaria bandera. Al frente, otro vacío, la plaza Campo Marte, que hace 10 años llegó a albergar una atestada ciudad de carpas con miles de damnificados, hoy fuertemente vigilada por la policía nacional que intenta mantener a raya las incesantes oleadas de protesta de una nación en crisis.

El Palacio Nacional no se volvió a construir. Lo que sí se reconstruyeron fueron las grandes extensiones urbanas, precarias y caóticas, que trepan por las laderas de los cerros y bajan hasta el fondo de las barrancas que forman la accidentada geografía de esta ciudad. No queda ni un hueco sin su construcción de mampostería frágil y ajena a cualquier norma antisísmica. El barniz de reconstrucción, gris como el cemento, apenas disimula un trazo urbano que parece esperar la siguiente sacudida para repetir la catástrofe.

Aquí una apretada enumeración del efecto del sismo: 316.000 decesos; 105.000 casas destruidas; 208.000 viviendas dañadas; 1.300 escuelas y sedes universitarias y 50 hospitales desaparecieron. El puerto y el aeropuerto quedaron inservibles, lo mismo que decenas de iglesias, entre ellas la catedral de Notre Dame (réplica exacta de la parisina, sólo que, tropical ella, estaba pintada de rosa) y el Sagrado Corazón.

De 29 edificios gubernamentales, sólo uno quedó en pie. Murieron el 20% de los servidores públicos y 92 funcionarios de Naciones Unidas, la mayoría bajo los escombros del Hotel Christophe. También fallecieron decenas de curas, monjas y misioneros, incluido el obispo de Puerto Príncipe, catedráticos y estudiantes.

Las pérdidas económicas fueron estimadas en un 113% del Producto Interno Bruto (PIB) de ese año del país. Hubo 1,5 millones de desplazados.

La respuesta del mundo entero para tender una mano a los haitianos en esas horas terribles se manifestó en un abrir y cerrar de ojos. En pocas horas, un comando de militares estadounidenses se instaló en una hondonada de la zona de las pistas de aterrizaje del aeropuerto para gestionar una complicada operación aeronáutica. Más de 1.100 aviones de todo el mundo solicitaron permiso para aterrizar, cargados de todo tipo de asistencia.

En las primeras horas y días de la catástrofe, los haitianos rascaban los escombros con las uñas para rescatar a los suyos. Y en las esquinas, bajo el sol, se iban acumulando miles de cadáveres destrozados.

El frenesí por ayudar fue impresionante. El corredor humanitario por tierra que se formó desde el paso fronterizo de Malpaso con República Dominicana se congestionó en horas. Se instaló en el país la república de las ONG asistencialistas.

Pero a la larga, en el balance que permiten los años, todo devino en un laboratorio de cómo lucrar con el dolor humano y salir impune. Al primer impulso solidario se impuso el acento militarizado. El Pentágono fue el encargado de coordinar la logística de la ayuda. A los cascos azules de la ONU, por primera vez con un fuerte componente latinoamericano, les tocó resguardar la seguridad. El resultado, decepcionante, como lo documenta en el libro “El fracaso de la ayuda internacional a Haití” el académico y exdiplomático brasileño Ricardo Seitenfus.

Asistencia fatal

Raoul Peck, cineasta haitiano de talla mundial (“No soy tu negro”, “El joven Marx”, “Lumumba, la muerte de un profeta”, entre otros filmes), concluyó lo mismo después de tres años de inmersión en el mundo de los damnificados que nunca recibieron el apoyo prometido.

Peor que un fracaso, una “Asistencia fatal”. Así se llamó su documental, terminado en 2013, que ilustra cómo las mejores intenciones pueden infligir más daño que bien.

Aquí fragmentos de otra enumeración publicada en días recientes por Jake Johnston, del Centro de Investigaciones Económicas y Políticas en Washington:

Pocas horas después del terremoto, Estados Unidos envió 22.200 militares (la mayoría nunca desembarcaron de los buques del Comando Sur anclados en la costa) con un costo de 461 mil dólares.

Millones esfumados

La Conferencia de Donantes de Haití ofreció invertir 107.000 millones de dólares. En dos años sólo desembolsaron 6.400 millones.

Usaid planeó invertir 486 millones de dólares para la construcción de 15.000 viviendas. Edificó 900 a sobrecostes que multiplicaron por 10 el gasto. Las empresas contratistas Chemonics International y Development Alternatives Inc. nunca fueron llamadas a cuentas. La misma Usaid invirtió 350 millones de dólares en un parque industrial, Caracol, que debía generar 65.000 empleos. En su mejor momento tuvo 10.000 trabajadores y ya cerró.

Pero además está el papel de las Naciones Unidas a través de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití, la Minustah, los cascos azules. En la experiencia haitiana, la Minustah fue la prueba de fuego de los países latinoamericanos en este tipo de operaciones de mantenimiento de la paz, bajo una comandancia brasileña (gobierno de Lula da Silva) y una mayoría de efectivos brasileños, uruguayos, argentinos y chilenos. México también participó con una minúscula fuerza policiaca.

Enfrentados a un desafío que provocó la furia de la naturaleza, desde Washington se decidió la siguiente estrategia: la fuerza militar estadounidense se haría cargo de la logística de la ayuda humanitaria y la Minustah, que triplicó sus efectivos en el terreno, de la seguridad.

Más mal que bien

El 23 de diciembre pasado, un editorial de “The New York Times” dedicó una pieza a hacer un balance de esta misión de los cascos azules. «Un legado manchado de sangre de la ONU en Haití», lo tituló.

Vinieron a traer la paz; se marcharon 13 años después dejando atrás enfermedades y cientos de niños (265 se han registrado) nacidos de mujeres y niñas empobrecidas. Todavía se está calculando el daño total causado por estos hombres.

A inicios de octubre de ese fatídico 2010, en los hospitales de la región arrocera de la Artibonite, muy lejos del desastre provocado por el sismo, los hospitales empezaron a verse inundados por pacientes con vómitos y diarreas incontenibles: cólera. Una de las cepas más terribles: vibro cholerae, que puede matar en dos días a un adulto; en dos horas a un niño.

El saldo oficial de esta pandemia que se extendió hasta Puerto Príncipe y Cité Soleil fue de 10.000 muertos registrados. Philip Alston, experto de las Naciones Unidas, y Renaud Pierraux, la eminencia en epidemiología, llegaron a calcular este saldo en 50.000. Y concluyeron, sin duda, que el origen de la epidemia fueron los cascos azules.

Seis años tardó Ban Ki Moon en aceptar la responsabilidad de la ONU en esta catástrofe, ilustrada sin duda alguna por la fotografía de una cisterna de agua negras, con el logo de la ONU, procedente de un campamento de soldados de Nepal, en el río Meye, que riega los arrozales de la zona. En esas fechas, en Katmandú, de donde eran originarios esos cascos azules, se había registrado una epidemia igual de mortífera.

Un día antes de dejar la secretaría general de las Naciones Unidas, Ban Ki Moon pidió disculpas por la responsabilidad moral, pero rechazó indemnizar al país y a las víctimas.

naiz.eus