Me acerco al Palau Robert para ver la exposición dedicada al extinto Bocaccio que ha comisariado mi colega (en el sentido tradicional del término) Toni Vall. Me sorprende un poco que un equipamiento cultural que depende de la Generalitat pretenda rendir homenaje a un local y una gente que representaban justamente lo contrario de lo que nuestro querido Gobierno autónomo lleva haciendo desde la primera victoria electoral de Jordi Pujol en 1980. El cosmopolitismo y el gusto por la diversión intelectual que distinguía a la ‘gauche divine’, los nacionalistas se los han pasado por el arco de triunfo desde un buen principio, por lo que no sé si esta muestra es una prueba de la magnanimidad del vencedor ante el vencido o si no es más que puro cinismo: si alguien (o algo) se ha cargado la Barcelona que apuntaba maneras al final del franquismo ha sido el pujolismo, cuyos herederos homenajean ahora una visión de la ciudad que nunca fue de su agrado.

La exposición del amigo Vall ocupa un rincón de los jardines del Palau Robert y se accede a ella por la genuina puerta del Bocaccio. Lo que se encuentra dentro recuerda mucho a los restos de un naufragio, y no lo digo con intención peyorativa, que conste. Es como si hubiesen aparecido en la costa un montón de fotos, documentos, cartas, revistas, discos y memorabilia de todo tipo y alguien -en este caso, Toni Vall- los hubiese recogido cuidadosamente, ordenado y puesto a disposición del espectador. Todo ese material sirve, principalmente, para mostrar la tarea titánica que se impuso Oriol Regàs para intentar conseguir que Barcelona fuese una ciudad europea normal en una España anormal.

El club más ‘branché’
Conocí a Oriol en sus últimos años y le cogí mucho afecto, como a casi todos sus compadres de la ‘gauche divine’, de los que tanto nos habíamos burlado los de la ‘generación Zeleste’ por una pura cuestión generacional que incluía el usual rito de matar al padre. Intuyo que dentro del Bocaccio de los buenos tiempos -yo lo conocí, gracias a Enrique Vila-Matas y Gonzalo Herralde, en su decadente final, cuando Oriol se había ido e imperaba el garrafón- se vivía en una ilusión muy estimulante donde el franquismo, la carcundia, la mojigatería y la incultura no tenían cabida. Algo parecido ocurría en Zeleste, pero hay que reconocer que lo de nuestros mayores tenía más mérito porque la España de los 60 y 70 era mucho más cruda que la de la Transición. En ese ambiente plomizo, Oriol -al que nunca le gustó la vida nocturna y que era un melancólico de cuidado- creó el club más ‘branché’, publicó una revista con su nombre, editó libros, sacó discos y hasta financió algunas películas, como la de su amigo Gonzalo Suárez ‘Morbo’, que causó cierto escándalo en su día. La Barcelona de los 60 y 70 no habría sido la misma sin Oriol Regàs.

Oriol Regàs, intentó que Barcelona fuese una ciudad europea normal en una España anormal

Como Bocaccio se inauguró en 1967 -cuando yo tenía 11 años-, tardé lo mío en conocerlo, ya en su peor momento. Para mí, Bocaccio solo fue el sitio al que acudías para que te dieran la puntilla con el garrafón porque cerraba muy tarde. De la ‘gauche divine’ apenas quedaba nadie, aunque una noche pude ver a Jaime Gil de Biedma departiendo animadamente con un punk de los de cresta y chupa de cuero. Un extraño prurito generacional me había llevado a ignorar Bocaccio desde que tuve edad de trasnochar, y la ‘gauche divine’ me parecía una pandilla de burgueses ricachones afrancesados y pasados de moda. Como les decía, al conocer a Colita, Perich, Jorge Herralde, Terenci Moix, Elisenda Nadal, Oscar Tusquets y, sobre todo, a Oriol, les cogí cariño, y hasta esa costumbre tan extendida que compartían casi todos de no escuchar al que tenían delante me acabó resultando entrañable. Y no cabe duda de que se pegaron la vida padre en circunstancias muy hostiles, lo cual ya me parece un motivo de admiración.

La exposición del Palau Robert es una inmersión bastante lograda en otra época y otra ciudad. Supongo que pronto le tocará el homenaje a la ‘generación Zeleste’, si prosigue la magnanimidad (o el cinismo) de la Administración. Me ofrecería como comisario, pero teniendo en cuenta la pobre impresión que el régimen tiene de mí, más vale que me quede en casa.

El Periódico