El desafío del español Pablo Delcán es plasmar ideas complejas en trazos sencillos. Y acertar el tiro a toda velocidad. Así se ha convertido en dibujante de cabecera de la sección de opinión de The New York Times y ha conquistado la lista Forbes de 30 artistas por debajo de 30 años.

CUANDO ESTABA EN la escuela, Pablo Delcán fue pasando los cursos con cierta dificultad porque se liquidaba los exámenes con apenas una frase. “Se me daba bien leerme la historia y decir en tres palabras de qué iba, pero eso me perjudicaba. Ahora esa es la parte que me distingue como diseñador. Leer algo que es complejo y saber comunicarlo de forma sencilla, de forma que invite a alguien a tener curiosidad sobre ello”, explica. Tuvieron que pasar los años para que su látigo se convirtiera en su don y hoy es uno de los diseñadores gráficos de cabecera de la sección de opinión del periódico The New York Times y realiza algunas de las portadas más llamativas de su revista. Solo en los últimos meses ha ilustrado el texto del artista chino Ai Weiwei titulado Capitalismo y culturicidio y sintetizado con trazos sencillísimos la sonada confesión de un funcionario gubernamental dentro del delirio de la Administración de Trump. Lo hace además en tiempo récord. “Me llaman como a las doce o a la una de la tarde, los bocetos tienen que estar para las tres o las cuatro y todo terminado a las seis. A las nueve ya está en la versión online, y a la mañana siguiente, en papel”, explica quien otrora se quejaba, al ser empleado de la editorial Penguin Random House Mondadori, de la lentitud de aquel mundo.

Pablo Delcán (Madrid, 1989) trabaja ahora desde su estudio en el Lower East Side de Nueva York, donde se ubica su empresa Delcan & Co. Es prácticamente un pasillo ancho abarrotado por un hermoso desorden de referencias. Desde Goya hasta Rothko, pasando por La abadía del crimen, un videojuego en casete que creó su padre, el animador y cineasta Juan Delcán. Sin faltar, claro, la producción propia (esculturas de manos y de ojos; varios relojes, ninguno en hora, o un calendario de toda una década) y creaciones para clientes (carteles para conciertos de Lorde, Sigur Rós o Green Day, o portadas de libros de Alejo Carpentier o Nabokov). Un lugar modesto pero bañado por una impagable luz que podría decirse inspirador si no fuera porque quien lo habita no cree en ello. “Cuando no tienes la opción de no estar inspirado, no te queda otra que hacer el trabajo”, sentencia de un plumazo, con la misma facilidad con la que define su labor como una traducción: maneja textos originales que tiene que convertir en imágenes. Y aunque suene a quitarse mérito, en realidad esconde un profundo rigor documental que le obliga a tener los ojos muy abiertos a la realidad, una férrea fidelidad al material original sin que se filtre su opinión personal y una peculiar filosofía de su disciplina que suena casi a tirar piedras contra su propio tejado: “El diseño, de alguna forma, tiende a servir a un formato elitista. Cuando algo está diseñado es que ha llegado a una comunidad que tiende a empujar a la gente lejos, en vez de invitarla. Y a mí me interesa lo opuesto”, asegura. Apuesta, entonces, por un diseño sin intenciones, imparcial (¿quizá un anti fake design?), que esquive el embellecimiento tramposo. Al fin y al cabo, eso es lo que más le atrae de una ciudad tan anárquica estéticamente como Nueva York. “Podrías definirla como una ciudad fea por defecto, pero a mí eso es lo que más me gusta de ella. Cuando el diseñador no está presente, tienden a producirse los momentos más interesantes de cómo una cultura se representa a sí misma”.

Delcán, como muchos emigrantes españoles de la generación milenial, nunca llegó a trabajar en España. “Yo soy el que está tirando los tejos a España ahora, pero no he tenido suerte”, dice, pese a los premios que ha cosechado y a haber aparecido en la lista Forbes de los 30 por debajo de 30 años de las artes. De hecho, cuando habla de trabajo le resulta forzado explicarse en español. Bien es cierto que su caso es peculiar. Aunque nació en Madrid, sus padres se mudaron a California cuando tenía cinco años. Dos años después se divorciaron y recaló en Menorca con su madre, la artista plástica Nuria Román. Con esa adolescencia “en una burbuja” y rodeado siempre de creatividad (su abuela tenía un estudio de cerámica y su hermana pequeña es la actriz Olivia Delcán), encontró su laboratorio de ideas en un corral donde ensayaba con su banda de amigos. Tocaba la batería y se encargaba del marketing: carteles, logos, portadas de discos…

Fueron los cantos de sirena rocke­ra los que le llevaron a Nueva York con apenas 18 años (donde tuvo su banda, Belladonna), aunque a la hora de matricularse en una carrera optó por el diseño gráfico en la School of Visual Arts, en Manhattan, donde su padre era profesor.

Hoy él también se ha convertido en profesor de animación en esa misma escuela y, desde hace poco más de un año, también es padre. Se ha pasado, por así decirlo, al sentido más primigenio de la creación. “Lo ha cambiado todo, pero todo a mejor”, reconoce, y dice que eso le ha hecho optimizar su tiempo de concentración y no perder el tiempo con proyectos irrelevantes. Y aunque no ha evitado la tentación de crear él mismo algún juguete, también prefiere, en esta faceta vital, no caer en la tendencia de la paternidad de diseño. “Por suerte, mi prima, que vive en Madrid y ha tenido dos hijos, cada vez que viene alguien a visitarnos, nos manda una bolsa entera de ropa usada para el niño. Incluso tenemos ropa que fue mía. Mantenemos la tradición”, bromea.

El País